La
madre, la niña.
La niña se cría en el
vientre de esa madre. La mujer está exultante, siente cada movimiento de ese
feto desconocido como un premio de la vida.
La mujer es de otra geografía, ha
mirado montañas, selvas con tapires, ha visto el barro de los ríos de la selva
y ha percibido monos y tucanes. También ha amado lo árido, los colores
del Jujuy profundo con el fondo de quenas y erkenchos. La mujer se ha
arrodillado en las pequeñas iglesias de su tierra, ha limpiado mocos de caritas
morenas, ha hablado en quichua, ha aprendido a hacer el anchi y los tamales, y
ahora va a parir un hijo en el verano de otra provincia.
La mujer se ha enamorado, el amor de un hombre
muy distinto la hace venir y soñar otros sueños, no duda en desarraigarse, en
dejar esos padres amados y protectores, esa tierra de contrastes entre la selva
y los cardones. El niño va a nacer nomás en pleno enero, la mujer de pechos
grandes lo amamantará de seguro, como ha visto hacerlo a las mujeres tobas, a
las coyas entre aguayos coloridos. Un buen día en la casa entran los ladrones y roban la
ropa que la madre había preparado para la cría, su madre la consuela, la abuela mira ahora con piedad a esa mujer joven, que
se encuentra en una nueva geografía, tan ríspida y diferente para su hija. El
padre de la criatura busca alegrar a la madre, hace muecas, genera risas. El
padre es así, amante, sensual, de risas y de música. Un hombre de la ciencia, y
también del arte, de la música sinfónica, el amor de la madre.
Por fin el niño empieza a
querer salir del vientre, molesta, patea, pero la puerta está cerrada y la
madre sufre un largo trabajo de parto y en la mañanita aparece, a puro pelo
enrulado: es una niña. La niña es muy como el padre, el pelo de rulos, parece
de ojos verdes y no celestes. Es la niña, amada por esa madre y por esa abuela,
abrazada por el padre, cantada en canciones de cuna de sus tíos. La niña
crece hablando y conversando, curiosa ante un mundo que se desenvuelve ante sus
pequeños ojos y sus zapatitos marrones.
La niña crece, pronto le llegan
hermanos, dos varones, le llegan mudanzas, cambios de casa, parientes que no
conoce en una casa grande compartida con gente que su madre detesta y aguanta
con paciencia inglesa. Pronto el padre trae la solución: una casa nueva
en un barrio alejado, una casa con habitaciones para los hijos, con patio de
durazneros, una casa con musiquita de cuarteto cordobés incipiente, los
albañiles que construían todas las casas oían a una Leonor Marzano
castigando un piano con un ritmo sostenido, en la nueva vivienda hubo
vecinos de la edad de los niños, vecinos para jugar todos los días y para que las
madres esperaran a un vendedor en Renoleta, buen hombre esperado por las
madres, para salir un rato de casa con los ruleros, a verse un rato y charlar
con las vecinas. La niña adora su barrio, éste está cerca del Hipódromo, todos los días pasan caballos lustrosos y briosos, un barrio donde
la madre tenía nombre propio y los idiomas eran algo corriente: la señora
francesa de enfrente, que le hablaba en francés a sus hijos y por ende la niña
también lo aprendió, el vecino alemán que se había enamorado de la señora árabe
y tuvieron muchos hijos hermosos con pelos rubios y ojos profundos. La señora
italiana de cerquita que llamaba a sus hijos a los gritos, madre de chicos
preciosos e impecables.
En el barrio de la infancia la
familia creció, los hijos fueron cinco, la niña quedó sola en medio de una
ristra de varones, se refugió en la lectura, en los libros de la infancia, en el juego con las muñecas. Hubo mucha
felicidad en los adultos y también mucha en los hijos que crecían en aquel
barrio alejado. Sin embargo un día la felicidad se terminó, y llegó la muerte.
La muerte de la abuela de la niña, por un accidente en la tierra jujeña. ¡La
abuela! La mayor diosa de todas las diosas de esta tierra, abuela gorda,
sensual también de turrón de miel de caña. Abuela de regalos hermosos y de casa
encerada. La madre se pone triste, la tristeza la abarca, el padre,
desesperado, se lleva a los niños a pasear, a escuchar música clásica.
El tiempo pasa en aquel barrio,
como pasa la infancia. Al morir su madre, la mujer se enferma, y lucha contra
el dolor, sus rodillas, las manos, las caderas, son tomados uno a uno por un
fantasma horrible que tiene nombre de dolor y de quietud. La madre lucha a
solas en esos años, deja de mirar a sus hijos, que se arreglan como pueden, atención
no les falta felizmente, hay mirada atenta de las empleadas venidas de lejos,
rudas y tiernas mujeres con tonada toba y costumbres raras. La enfermedad sin
piedad avanza, La niña ha cumplido veinte años, la madre, que imagina que va a
morir, la manda lejos, lejos de casa. Ella percibe que algo pasa, pero sus
veinte años actúan como una cortina, para no ver el dolor y la ausencia, y la
niña, viaja.
A poco de llegar, un buen día
todo le es ajeno, extraño, ¿dónde estoy? -se pregunta- ¿qué estoy haciendo tan
lejos de mi casa? En el atardecer su padre le confirma lo peor: "Tu
madre ha muerto" y la niña se estremece con el teléfono en la mano. Ella
quiso que yo estuviera lejos, -se dice con rabia- pero volveré pronto, papá. Y
cuelga.
Y pronto pasan cuarenta y un
años.
La niña ya es una persona con
nombre propio, grande.
Es madre de varones, ha dado
vida, cariño, leche, comida, a cuatro seres que ya no están más en su
casa. Un día la niña encontró un amor, alguien que ella ama y que
la hace reír y le pregunta extrañeces como "¿y si todas las estatuas de
mujeres griegas, aún la Venus de Milo, fueran víctimas de Medusa?"
El recuerdo del padre, que tenía esos delirios
y que divertía a una mujer de rostro serio, como el de su madre, fue lo que enamoró a la joven,
y es lo que hace que el amor entre los dos sea un gran amor
cómplice de afecto, de
pensamiento, y de humor, también.
Y en este enero, en donde la
niña ya es una mujer de muchos sesenta y un años, recuerda esa muerte tan
temprana de su madre, el abandono, los llantos a escondidas, los miedos
ante el futuro, las preguntas absurdas y las muchas veces en los pocos
años en que miró a su madre y dijo estar tan feliz, porque ella era el
universo y sólo eso, la mujer que le había dado la vida junto a su hombre, su
amor, en una casita pobre y alquilada, en una provincia que no era
de ella, sin selva, ni tucanes ni colores, sola, con el abrazo de un hombre y
un hijo en el vientre, éste hijo, que vendría a la vida en otra ciudad, durante el agobiante calor cordobés del mes de
enero.