Este domingo, una semana antes del invierno -estación amada y con buen sol- . Diego mi hijo, sugirió hacer Lasagna para el almuerzo.
Era pasado el mediodía cuando la comencé, con cariño, con mi radio querida que acompañaba son suaves palabras. Buenos ingredientes y la tranquilidad de estar sola en la cocina mientras una copa de vino iba yendo y viniendo desde la mesada hacia mis dedos, y de ahí a hacer mas divertida y llevadera la tarea. Los chicos ponen la mesa, por pedido del padre sin mantel, platos rústicos, vasos de diferentes colores y estilos, y una gran familia que le hace honor a esta pasta que llega a la mesa en gran fuente, caliente y humeante ha salido del horno.
No vengo de familia italiana, por lo tanto la pasta y todo lo demás se compra
en el supermercado, sin embargo... adoro cocinar, y me encanta la metáfora de las capas de la Lasagna, como nuestra tierra, en donde se superponen capas de humus, de arena, de agua, de barro.
de huesos, de guerras, de deseos, de vientos, de amores, de civilizaciones. Ese brutal cúmulo es el que forma el suelo donde vivimos.
Así también la Lasagna, una pasta con salsa Bolognesa, de buena carne que tenga poca grasa, doradas cebollas, tomates rojo ardiente, y la salsa blanca, blanquísima y aterciopelada, perfumada con pimienta y nuez moscada.
Las capas de salsas y pastas se van superponiendo y el cocinero habilidoso
les va dando forma y cubre con una capita final de buen queso que se dora en el horno caliente.
Y llega a la mesa rústica con gente hambrienta y contenta.
nos abraza a todos y nos estimula a disfrutar de esta comida.
el marido, entre emocionado y divertido también disfruta del momento.
Doy gracias a la vida de estar aqui y de haber podido hacer esto, y le robo al poeta Vinicius de Moraes su saludo: ¡¡¡ Sarava!!!
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