Cuentas de Murano
Un día, desde Venecia, su amiga manda un mensaje :"Te compré algo".
La señora lo lee, sonríe e imagina la circunstancia. Piensa en el qué será desde esa ciudad antiquísima, rodeada de mares, de aventuras y de misterio. La amiga ha viajado como siempre lo hace, como lo hacía desde niña.
Con suertes dispares, por estos lados del cono sur, la señora se siente igual que Lilian Hellman en el cuento Pentimento, cuando visitaba a su amiga Julia, una jóven tan norteamericana como ella, pero rica. Lilian y su familia no lo eran, por eso ambas se querían y juntas disfrutaban de las diferencias cuando Julia invitaba a Lilian a lo de sus abuelos, participar de las comidas, otras conversaciones, observar los excéntricos rituales familiares. (Pentimento es un libro que recomiendo).
Pero acá vuelvo a contar lo del viaje a Venecia. La amiga de esta parte siente una enorme curiosidad por descubrir un mundo lejano, de países y geografías, y sabe que es muy difícil que ella pueda viajar, sueña y suspira pensando "quien sabe lo que la vida me depare". En el fondo no lo cree posible: ella ha ha realizado otras elecciones en la vida, y viajar no está (por el momento) en la lista. A pesar de todo, la amiga de estos lados imagina, juega a desenvolver los pensamientos y vislumbra a su amiga que se asoma a un balcón de esa Venecia, gris, antigua y romántica. Piensa en los paseos por las callecitas, en las palomas de Piazza San Marco, en el glamour, en los turistas por cientos.
Lo que sucede en realidad es que en la misma Venecia, la viajera ha comprado para ella un pequeño collar de cuentas amarillas transparentes, un collar de vidrio, que ahora está guardado en una pequeña bolsa de satin, hasta que el rencuentro con la amiga. Cuando vuelve de su viaje y las dos mujeres se encuentran frente a un café, aquella que miró Venecia de frente mientras zurcaba el gran canal, ahora pone en manos de la amiga una pequeña bolsa, y adentro el collar de cuentas amarillas.
"-Estaba casi paralizada-" , le confiesa -Me dolían los huesos, las rodillas, las caderas, ¡El viaje fue un infierno! La humedad me atacó. Dije a mi marido que fueran ellos a los museos, a los paseos, yo me quedaría en el hotel, que estaba bien, que disfrutaran. Un buen día, al cabo de un tiempo me pude parar y para no quedarme tiesa, caminé pasito a pasito. En un quiosco terrible, para turistas americanos, pude vislumbrar este espantoso collar, de cuentas de Murano. Y pensé agarrándome del mostrador, que te lo tenía que traer, para tus collares. Lo compré y volví lentamente a mi hotel a leer un libro para pasar el día.-
Con inmenso agradecimiento la amiga tomó el regalo, abrió la bolsa y sonrió, era cierto, no era lo que había soñado, por momentos asociamos el vidrio de Murano al mal gusto, a una estética que núnca elegiríamos, sin embargo la amiga toma el collar y sabe del cariño de su amiga, el caminar dolorido y el esfuerzo, y por sobre todas las cosas el hecho de pensar en ella, todo eso compensaba lo estético. ¡Ahora haría un collar con esas cuentas de Murano!
Los anillos de Ana
Una tarde calurosa de este mes, que por suerte es corto, quien escribe, decide llamar a una amiga entrañable, parte de su vida, y que hace tiempo que no tiene noticias. La amiga le cuenta que la han operado, que es sencillo pero algo preocupante, ni lerda ni perezoza la amiga decide actuar e ir a visitarla. Un gran programa, porque ambas tienen mucho para contarse, y chistes, anécdotas de teatro, mucha vida compartida. Y allá va la amiga que en el interín y para no llegar de visitas con las manos vacías compra dos inmensos bombónes helados que las dos mujeres devoran previo a la charla, ensuciándose a toda risa las bocas y las manos. Y en el transcurso de la tarde comparten la vida, proyectos, historias, y al final cuando la amiga se está yendo, Ana le cuenta que había perdido el anillo de oro de su marido, su amado marido con el que había compartido tantos años. Ella creía que lo había perdido al barrer las hojas del patio con el anillo puesto, pues era el anillo de él, que le quedaba grande, y lloró al no verlo en su dedo mayor. Con final feliz, una empleada de su casa lo encontró en un rinconcito, Ana, mi amiga decidió entonces entregárselo a su hijo, el menor. El anillo de su padre, que había sido un maravilloso padre.
Ana se había casado por primera vez cuado era muy jóven y la tragedia la sorprendió, quedó viuda. Entonces le quedó un primer anillo de oro de su marido, ella se lo entregó a su hijo, el primer varón de aquella unión. Mas tarde, eligió regalar su propio anillo de aquel casamiento a la hija, también nacida de ese amor. Ahora sólo le queda uno solo, el que brilla en su anular, y es para su hija, la segunda hija mujer. ¿No es una historia hermosa a pesar del dolor?